Si hubiese sido un rato podría tomarse como algo natural, suele suceder se dice, pero fueron tantos los días que pasaron y él, tan estático, que algo andaba realmente mal. Peor si observamos que, ha medida que pasaba el tiempo, una mancha negra comenzaba aparecerle sobre su cabeza, a escasos centímetros.
Inmóvil dejaba que los días se desenvolvieran como siempre, así, desde que el sol amanecía, brillaba con fuerzas hasta el final del día en que se ocultaba no sin antes teñir los cielos de furiosos colores para impresionar a su amada luna a quien, casi nunca, lograba ver. Delicada en cuarto menguante o rotunda cuando andaba llena, alegraba la oscuridad con sus amigas, las estrellas. Lo cierto es que el cielo con ella o con él, siempre fue impresionante.
Para la melancolía de Jaime el sol se ocultaba al amanecer y la noche se hacía dueña del día. Eso lo sabemos nosotros que nos atrevimos a curiosear un poco por el interior de su alma, porque de esto él ni idea ya que su única visión era la nada. Los días se sucedían aparentemente iguales salvo la nube negra que crecía sobre su cabeza. A escasos centímetros. Era una nube negra cargada de lágrimas. Sol y Luna, preocupados por aquel molesto incidente ya que la nube no les dejaba explayarse con magnificiencia y afeaban sus virtudes, decidieron quejarse ante Dios y, de paso, aprovechando las circunstancias de la reunión, le lamentarían de llevar tantísimo tiempo el uno persiguiendo a la otra y viceversa, para no abrazarse casi jamás.
--Te lo pido, Dios --lloriqueó Luna, --ya es hora de que vuelva a estar con Sol.
--Nosotros también tenemos derecho a amarnos --corroboró Sol desde el otro lado de la Tierra, tratando de ver a Luna sin lograrlo.
--Veré qué puedo hacer para complacerles --dijo Dios.
--Si nos das la oportunidad de amarnos dado que es un momento excepcional --observó Luna, --procura que esa nube ya no esté entre nosotros. Sería una pena que los mortales no disfruten de este encuentro divino.
--Prometo premiarles con vuestros deseos por ser tan fieles a la naturaleza, ya que la naturaleza es la única Verdad.
Una vez que los astros volvieron a sus respectivas tareas, Dios se encontró sólo y pensativo:
--Todos tenemos derecho a amar, incluído yo.
Y era cierto, andaba tan ocupado con sus faenas que se había despistado referente al amor, olvidando entregarse a alguien desde hacía mucho tiempo. Cuánto? fue quizá desde la última vez que el sol y la luna le pidieron lo mismo? Quizá.
Dios es muy malo disfrazándose porque siempre se le reconoce, tiene demasiada presencia, no puede ocultar tanto brillo, tanta belleza, que hasta Jaime, el ser que vive viendo la nada, logró reaccionar.
Así fue:
No muy lejos de Jaime y la enorme nube oscura que llevaba sobre su cabeza, a escasos centímetros, Dios, como ser humano, caminaba entre las multitudes del pueblo irradiando rayos de luz y alegrando la vida de quien girara para verlo. Caminaba hacia Jaime porque sabía que su sola presencia le ayudaría a calmar las penas de su gran dolor y, de paso, aligeraría e incluso, hasta podría hacer desparecer esa horrible nube negra que obstruiría el tan esperado eclipse que estaba próximo a suceder. Además, quedaría satisfecho por brindarles una vez más una buena obra dejando felices, tanto a los seres celestiales como a los mortales.
La pena que arrastraba Jaime le había empañado de tristeza y amargura el trayecto de su vida a su vez que la furia interior se había hecho gigante.
Dios como Edwin, fuerza celestial, luz cegadora, paró en seco en cuanto lo divisó. Su mirada, como rayos de fuego, lograron que Jaime despertara de su larguísimo letargo, letargo que se inició inmediatamente después del último eclipse.
Se vieron y no pudieron menos que sonreír.
--Edwin..., --murmuró Jaime sin respiro y se echó a correr para abrazarlo, besarlo, amarlo con todo su alma.
En ese preciso instante, nube negra y luz del rayo divino se unieron entre truenos, desinflando la enorme mancha negra hasta desaparecerla.
Tumbados en el pasto, abrazados y mojados por las lágrimas de Jaime derramadas en todo su alrededor, pudieron observar con toda claridad y regocijo la unión entre el sol y la luna.
Qué bien huele la tierra fértil y húmeda, y cómo brilla el pasto después de la lluvia. Apetece retozar con el ser amado porque es señal de vida, florecimiento, amor.
Dios, que como se sabe, es bastante imprudente, incluso maquiavélico (sino reparen en la cantidad de desgracias humanas y naturales, por decir un mínimo), después de haber amado y dejarse amar, desapareció. Quizá no sea la palabra correcta, más bien, digamos, tuvo que continuar con su oficio de Dios: haciendo benevolencias y milagros, y reparando los mismos destrozos que suele causar alrededor del mundo y alrededores.
Jaime escribe ahora:
Tener angustia, tragar saliva, sentir el corazón agitado cada vez que apareces por mi cabeza. Mis ojos se enrojecen si no llego a sacarte a tiempo. Mi mirada se pierde para encontrarte en la nada.
Algo raro empieza a formarse sobre la cabeza de Jaime, a escasos centímetros.
FIN